
He apostado con mis alumnos de segundo de bachillerato que al menos el veinticinco por ciento de ellos vivirá el curso próximo mejor que éste. Lo hago todos los años y ninguna cohorte ha venido nunca a reclamarme el jugoso contenido de la apuesta. Y no porque entre ellos hayan perdido el contacto y no puedan hacer sus cuentas, sino porque llevo razón en las mías. Me permito recordarles la lección aquella en la que hablábamos de la oferta y la demanda y de qué pasa cuando aquella es mayor que ésta. Que baja el precio, me dicen, y les felicito por su sabiduría y les digo que hagan ahora ciencia aplicada.
Veremos, me dicen, entre suspicaces y esperanzados, y subrayan que andan hoy como embarazada a quince días del parto, agobiados todos por hacer bien un examen (el de como se llame ahora el selectivo) que –les digo- a nadie le interesa que salga mal y que si echa el alto a alguien en su particular carrera es sin querer, porque el compañero se empeña en dejar el papel en blanco o en hablar de Carlomagno cuando le preguntaban por Azaña.
Mi compañero aprendiz, ese que me sigue en su particular mir docente, me pregunta si estoy de verdad tan tranquilo como aparento y le contesto que lo que estoy es enfadado porque en este año nadie aprende nada, salvo a hacer un examen que nadie quiere que suspenda nadie y que, si fuera ministro, suprimiría este curso, que compite con el de la mili para obtener el título de el año más inútil de nuestra vida.
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