Estaba yo en una clase de tercero de ESO y llamaron a la puerta. Cuatro o cinco chicos metidos en trajes desbaratados, corbatas desmayadas y cuerpos
de resaca entraron y pasaron unos minutos conmigo y aquellos alumnos tres o cuatro años menores que los miraban con la reverencia propia de los más jóvenes. Habían terminado segundo de
Bachillerato (más o menos, porque aún esperaba septiembre) y después de una noche de farra volvieron al instituto a despedirse a su manera. En aquella charla informal podía palparse una nostalgia
etílica y una cierta satisfacción de los chicos que se liberaban de su condición de tales y hablaban por primera vez con quien fue su maestro retrepados en la misma categoría de personas
adultas.
Pronto hará veinte años de esa celebración. Ya no queda nada de ella. Desde hace mucho tiempo, los bachilleres quedan
al día siguiente de terminar el curso para regresar al instituto y molestar lo más que puedan, ensuciar, desbaratar, destrozar, demostrar que como masa pueden con todo y contra todo. La conquista
de la edad adulta es comportarse como un rebaño de cafres.
Este año la alevosía ha sido mayor que nunca porque han dejado pasar el sábado y el domingo y han acordado regresar el
lunes a primera hora para dejar su huella de incivismo. El año próximo lo habrán convertido en una tradición: diferir su comportamiento idiota los días que sean necesarios con tal de demostar su
capacidad de ser eso, idiotas.
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