Publicada el 23 de julio de 2010 en El Día de Cuenca y otros, supongo.
La primera vez que vimos un burka fue
cuando Bush decidió perseguir a Ben Laden en Afganistán. De pronto, íbamos a matar dos pájaros de un tiro. Al terrorista saudí y al machismo de una sociedad que equiparaba a las mujeres con
sacos de patatas. Por si algún remilgado consideraba un exceso destruir otro país más para encontrar a aquel millonario loco que prefería vivir como un troglodita, los medios mostraron la
necesidad de que Occidente acabara con las bárbaras costumbres de los talibán (a los que se acababa de ayudar para que echaran a los rusos). Según cuenta Jean Daniel, cuando en los años 90
Somalia empezaba a ser un Estado fallido, Butros Ghali consiguió que el planeta aprobase la intervención exterior logrando que la CNN rodara la hambruna que corría paralela al descontrol
gubernamental. Nuestra actitud hacia el burka y Afganistán se uniformó de la misma manera: con los medios puestos a disposición del poder. Había que profundizar un poco para comprender que
ningún ejército de maestras de urbanidad acabaría con el burka, una tradición de generaciones, y que lo que interesaba en Afganistán era lo habitual: poner un jefe amigo al que, andando el
tiempo, le permitiríamos ser un trilero de las elecciones siempre que se mostrase resptuoso con el oleoducto que llega de Asia Central. El otro día veíamos a Moratinos mientras era agasajado
por los líderes de los clanes afganos, tan medievales como antes en lo que a organización del poder se refiere, y durante un segundo también vimos dos burkas de gala de color añil. No sé qué
pintaban allí, pero el caso es que Moratinos no aparentaba estar molesto por semejante atentado a la civilización... Por cierto, que a Ben Laden seguimos sin encontrarlo.
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